Escuchar, Meditar y Acoger La Palabra: Las tres piedras del fogón donde se cuece la dicha
“Dichosos aquellos que escuchan la palabra de Dios y la cumplen”. Lc 11, 28
Hay una gran similitud entre la palabra y la semilla.
Reside en ambas un indiscutible potencial de vida.
Tanto la palabra como la semilla pueden traer a manifestación una milagrosa cosecha de frutos dependiendo del uso que se les dé y del terreno donde sean plantadas.
De hecho, toda palabra es semilla que produce según su especie.
Si las palabras fueran tangibles como las semillas, de modo que pudiésemos abrirlas para su estudio, descubriríamos en ellas una enorme carga de energía creativa capaz de generar estructuras y cambios que de otra manera resultaría imposible lograr.
Subyace en toda palabra, sin dudas, un principio dinámico y activo, un verdadero potencial atómico capaz de levantar o derrumbar desde una estructura física, una institución, o un estado anímico.
Como sabemos, según está consignado en el libro del Génesis, todo cuanto existe fue creado por medio de la palabra.
Usando la palabra podemos herir o sanar, maldecir o bendecir,
Y si hay poder en la palabra tuya y mía que somos seres frágiles, limitados y finitos, ¿cuánto más poderosa ha de ser la palabra del Dios Infinito, Omnipotente y Omnisciente que es a su vez “la Palabra”, el Verbo encarnado?
Su palabra es vida eterna que se nos da, alimento que nos sustenta y lámpara a nuestros pies; atributos que bien pueden pasar de largo frente a nosotros si no la acogemos, si no la vivimos.
Escuchar, meditar, y acoger la palabra de Dios, son las tres piedras del fogón donde se cuece la dicha.
“Dichosa me llamarán todas las generaciones” dijo la Santísima Virgen María en Lc 1, 48
Ella es el modelo perfecto de la escucha y decidida absorción de la Palabra que tomó vida y forma en su vientre, santificándola.
La palabra ha de ser para quien la vive, verdadera palanca para la acción transformadora.
Vivamos la palabra a tal grado que (parafraseando a una famosa marca de productos de cocina en USA), la sociedad toda asuma y de como un hecho de que “si es cristiano tiene que ser bueno”.
Vivamos la palabra Dios de tal modo, que cuando un hombre o mujer se vaya a decidir por una pareja su requisito 1A sea que ese alguien viva la palabra.
Que cuando un empresario vaya a emplear un obrero, o a contratar a un profesional, su requisito primero después de la aptitud para el trabajo sea que esa persona viva la palabra.
Que si alguna vez optamos por una posición electiva en el ámbito social, gremial o político, la gente vote abrumadoramente por nosotros en la seguridad de que no le fallaremos, precisamente porque le hemos comunicado con nuestro ejemplo que somos personas que vivimos la palabra.
En fin, vivamos la palabra porque ella es piedra angular para nuestra integridad, forjadora por demás, de nuestra dicha terrena y eterna.
“Por tanto, todo el que oye estas palabras y las pone en práctica es como un hombre prudente que construyó su casa sobre la roca”. Mt 7, 24