Los Santos ¿venerarlos o imitarlos?
Si imaginamos a Cristo como un sol, entonces ¿quienes serían sus rayos?
Los santos desde luego, porque ellos constituyen su más luminosa y cercana expresión; quienes habiendo respondido al llamado de ser santos como su padre que está en el cielo es santo, se dejaron transfigurar a su imagen hasta el grado de convertirse en otros cristos.
Pero como los santos no nacen, sino que se hacen, todo santo tiene tras de sí un pasado imperfecto y pecaminoso del que lenta y gradualmente se fue despojando en la medida en que reorientó su vida en dirección a Cristo, acogiéndose a sus sabias enseñanzas, practicándolas de manera persistente y consistente, e imitando a su Divino Maestro.
En ningún momento Jesús aconsejó a sus discípulos para que no hicieran lo que él hizo sino todo lo contrario. Él dijo: "El que en mi cree, las obras que yo hago él también las hará, y mayores aún las hará".
Al parecer esto no se ha entendido bien en la medida de que seguimos adorando a Jesús y venerando a los santos de una manera abstracta y vacía, solo de labios, y colocándoles en un pedestal inalcanzable para el resto de los terrícolas.
Bajo ese pobre patrón de pensamiento, lejos de avanzar conscientemente hacia la meta posible de la santidad, caemos en el pantano de unas metas inconscientes en las que involuntariamente nos vamos envolviendo de acuerdo al rumbo u orientación de nuestros pensamientos que vienen a recordarnos una y otra vez que no somos más que unos incorregibles y perpetuos pecadores.
¿O a caso hemos olvidado que el Espíritu Santo puede conceder aún la gracia santificante a quienes se la pidan y se tornen obedientes a su guía.
Si las estatuas de los templos que representan a los santos de nuestra iglesia pudiesen hablar, ya habrían perdido la voz de tanto gritar: "¡Si no me van a imitar, no me vengan a venerar!"
Porque toda veneración que que no reproduzca en la actitud del venerante el ejemplo del venerado, se convierte en hueca devoción que raya en la superstición y la idolatría, y por ende se convierte en un acto pecaminoso. Sin lugar a dudas, Jesús es el único digno de adoración, la cual encuentra su más alta demostración en la imitación que es atreverse a ser como él y a hacer lo que él hace. Y a esto es que nos manda su Santísima Madre cuando nos sigue gritando a través de los siglos: ¡Hagan todo lo que él les diga. Los santos si que fueron dóciles y obedientes a la dulcísima voz de la Madre de Cristo. Así que dejémonos de contemplar a los santos perdidos allá en la lejanía de épocas remotas; resulta mucho más conveniente para la edificación de nuestra iglesia y para la salvación de nuestras almas, olfatear su cercanía y nutrirnos de sus ricas y fecundas experiencias de vida, actualizándola, tomando de allí todo aquello que pueda ser aplicable a la realidad de nuestro tiempo y de nuestra vida presente.
"Sin santidad nadie verá al Señor." Hebreos 12:14